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LAS PUERTAS DE LA ESCRITURA THE DOORS OF WRITING
Resumen Los pases de sala abren las puertas al conocimiento médico. La enfermedad de los pacientes internados replica lo que sucede en la vida, pero las puertas que se abren son distintas, de ahí que la palabra médica -la que se dice y la que se escucha- es tan importante. Tanto en la etimología de la palabra como en lo que implica franquear el umbral de una habitación se constituye la relación médico paciente. La literatura ha escrito sobre esta relación (entre las personas y las puertas), la pandemia ha profundizado la distancia con los nuevos aislamientos y los médicos (no solo las jóvenes y futuras generaciones), influidos por la tecnología, parecen tomar cada vez más distancia de los pacientes.
Abstract Room passes open the doors to medical knowledge. The illness of inpatients replicates what happens in life, but the doors that open are different, which is why the medical word-the one said and the one heard-is so important. Both in the etymology of the word and in what it implies to cross the threshold of a room, the doctor-patient relationship is constituted. Literature has written about this relationship (between people and doors), the pandemic has deepened the distance with new isolations and doctors (not only young and future generations), influenced by technology, seem to take more and more distance from the patients.
Palabras clave: Internado y residencia, metáfora, hospitales Keywords: Internship and Residency, Metaphor, hospitals Fecha de recepción: 31/07/2023 Fecha de aprobación: 14/08/2023
Introducción Los pases de sala son rituales estructurados para enseñar la medicina, y también para extender o reafirmar los conocimientos. El rito comienza cuando se abre la puerta de la sala, o de la habitación individual, y esa puerta puede funcionar como pasaje, como umbral. Solo en Occidente encontramos muchos significados para la palabra puerta, desde su etimología hasta las variantes por su uso, por eso haremos un recorrido por su etimología y sus usos. También, sabemos, que no solo se encuentran enfermedades al abrir las puertas de un hospital: detrás hay pacientes y, sobre todo, hay historias. Historias de vida, historias y significados: significado para las palabras, por eso hay que cuidar cómo se usan las palabras, y hay que entender qué simbolizan, tanto para los pacientes como para los propios médicos. En Occidente encontramos muchos significados para la palabra puerta, en este texto tratamos de darlos a conocer. Cuando se abre una puerta de una sala, no se encuentran las enfermedades como se leen en los libros de texto: hay pacientes y, sobre todo, hay historias. Historias de vida. Hay historias y hay significado: cómo y para qué se usan las palabras delante de los pacientes es clave para entender el contexto de la atención médica.
Objetivos 1. Conocer los significados de la palabra puerta. 2. Repasar la historia del Dios Jano. 3. Establecer la importancia de la palabra médica, sobre todo de la pronunciada durante los pases de sala. 4. Plantear un interrogante: ¿sigue siendo útil para las nuevas generaciones el pase de sala en su formato actual? 5. Mencionar ejemplos en la literatura de distintas puertas y sus significados. 6. Analizar el cuento La pradera de Ray Bradbury en cuanto a tecnología y puertas.
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En el Pase de Sala nos detuvimos en el pasillo, en el espacio entre dos puertas. Éramos seis. Tres médicos residentes, un rotante y dos médicos de planta permanente. Los carteles que indicaban Aislamiento se repetían en cada una de las habitaciones y nos impedían entrar y ver a los enfermos. El aislamiento fue un efecto multiplicado por la pandemia -la peste-, que también disminuyó gracias a la tecnología: lo que antes duraba cuarenta días hoy solo cumple un corto periodo de incubación: 3-7 días dependiendo del virus o el tiempo que los análisis e hisopados requieran. Donde antes se moría o vivía en un tiempo incierto, hoy los protocolos no esperan a que el cuerpo decida: los métodos complementarios afirman o refutan en primera instancia. Pero me desvío: estábamos parados ahí, en el pasillo, escuchando lo que contaba el residente a cargo del paciente en esa habitación y de lo que quiero hablar es de las puertas.
Giorgio Agamben explica que el término puerta tiene dos significados que el uso confunde: por una parte, es acceso, abertura; y por otra es negación, cerramiento: la puerta esconde, ocluye, clausura. En el sentido de acceso se comporta como un pasaje y un umbral; en el segundo sentido -el sentido de la negación- la puerta cierra y separa (crea un espacio de otro, para otro). El primer significado es para el espacio entre paredes cuando la puerta está abierta, el segundo es para esa contención -de madera o metal- que se crea para tapar ese espacio. La confusión reside en que ambos significados suelen convivir: se complementan.
Se cuenta que, en Roma, su fundador, Rómulo, hizo excavar una primera puerta circular que permitía el acceso al otro mundo, el de los muertos. Se abría tres veces al año, tres días que se conocían como días religiosos (religioso viene de religare: que significa dar a conocer algo secreto) Durante esos tres días que las puertas de Roma por orden de Rómulo estaban abiertas, se suspendían todas las actividades públicas: eran los días donde se daba a conocer lo que estaba oculto.
En Venecia, la ciudad del agua, hay una puerta sumergida en el mar que fue puesta en posición horizontal, también, como la puerta circular de Rómulo para los días religiosos. La de Venecia es un portal de piedra hacia las profundidades del abismo. La piedra es de un tipo especial, resistente, y se necesitaría la fuerza de un gigante para moverla, es decir, de una fuerza sobrehumana. ¿Por qué razón fue colocada de esa manera? No se sabe. O no debería saberse. Lo que se logró es antinatural: inutilizar -horizontalizar- algo que fue hecho para estar, para servir, de forma vertical. En la puerta veneciana hay palabras escritas en una caligrafía precisa y un lenguaje incierto. Ninguna de las oraciones sirve para saber qué hay del otro lado. No se usó tinta ni cincel para escribir: una mujer rozó la piedra con su dedo índice y las palabras se grabaron en la puerta, como hace el médico cuando traza una línea en un cuerpo que tiene dermografismo. Hay quienes dicen que entre esas palabras -todas ilegibles- está escrito el verdadero nombre de Dios. Hay quienes afirman que por esa puerta un día ascenderá el mismo Dios que dio su nombre para grabar en la puerta. La pregunta es qué tipo de deidad ascenderá de las profundidades por una puerta colocada en una posición que no debería estar.
Rómulo planificó el perímetro de su ciudad y delimitó las puertas y las murallas de Roma con nueve aberturas -o cerramientos- en total. Su hermano Remo lo desafió y saltó por una de esas puertas sin respetar el límite marcado; Rómulo, furioso, avanzó sobre su hermano y lo mató. Del cadáver de Remo solo los pies quedaron dentro del surco, dentro de la puerta; el resto del cuerpo cayó afuera. Parado, frente a su hermano muerto, Rómulo afirmó que así moriría todo aquel que asaltara sus puertas sin permiso. Remo representó entonces lo exterior, la barbarie, y Rómulo fue lo interno, el orden. Desde entonces, las puertas no pudieron atravesarse libremente, y se castigó con la muerte a quienes cruzaran los muros de Roma sin permiso. Cómo eran esas puertas, no lo sabemos La arqueología aún no logró establecer cómo cerraban los huecos las casas romanas -qué tipo de puertas, qué material-, pero sí sabemos que los romanos llamaban a la puerta con el pie.
La casa sumeria se componía de rectángulos trazados alrededor de un patio con una abertura en el techo a través de la cual entraba la luz y el aire. Las puertas egipcias que conocemos proceden de las tumbas reales, en las viviendas comunes se cree que las evitaban para separar las habitaciones: entre muros colgaban modestas cortinas como divisores, y otras veces solo el color separaba un ambiente de otro: de un lado, el cielo; del otro lado, el rojo. Para los babilonios no se cruzaba nunca una puerta a la ligera, hacerlo marcaba el paso al otro mundo. Jesucristo vio las puertas del Templo de Jerusalén en construcción, pero ni sus bisagras ni sus relieves llegaron a nosotros. Tampoco tenemos restos de las supuestas puertas plafonadas de Troya, ni nada podemos saber de las puertas en la Grecia de Oro. De la Edad Media sí tenemos el auge de las puertas transversales: las tablas se encastraban y sostenían con otras maderas transversales, la función era proteger, no ya de dioses o maleficios: proteger de otros hombres.
Así como las ciudades de occidente tuvieron puertas con nombres, ya las primeras ciudades chinas tenían puertas cardinales. Eran cuatro. Por ellas se expulsaban las malas influencias, se recibían a las buenas visitas y se desparramaban para el resto del imperio las virtudes florecientes de la ciudad. Las puertas regulaban las estaciones del año y todas las horas del día. De hoja simple, hay puertas que se disimulaban también a lo largo de la gran muralla, detrás de finas hileras de ladrillos que no dejaban pasar el sol, pero sí a mercaderes, a comerciantes, a los que traficaban especias, amor, maderas.
Algunas de las puertas más antiguas que se conservan son: de una tumba en Iyka (4500 a. de C), de una tumba en Hesiré (2700 a. de C), y de la tumba de Tutankamón (1.350 a. de C.) que está revestida de oro con incrustaciones de esmalte; también se conservan puertas que no fueron de tumbas, por ejemplo una de álamo que se encontró en lo que fue un asentamiento cercano a Zúrich y que se calcula tiene más de 3.000 años de antigüedad; en realidad tiene 3063 según la dendrocronología del álamo, es decir, según cada vuelta de espira, cada anillo en el laberinto de la vida ya poco útil de esa puerta.
Las puertas también se componen de partes que nadie nombra. Incluso la palabra umbral, de uso cotidiano, se confunde: a veces es la parte bajo el dintel que se pisa para cruzar la puerta y otras veces es el mismo dintel. Las demás palabras no nos son habituales. Por ejemplo, dintel es la barra que cruza los pilares de la puerta, pilares que se llaman jambas. Y también están las mochetas, el jambaje, el alféizar, el faldón, la portada, el vano. La puerta, como la medicina, tiene su propio lenguaje.
En latín se registran cuatro términos para hablar de puerta: foris (fuera) designa tanto al objeto material como al estar afuera, al no pertenecer (no estar en la casa, en la familia) peiro (puerta) evoca la idea de un pasaje (la puerta-acceso) mientras que ostium (os significa boca) es simplemente una abertura. La última palabra ianua, está conectada con el dios Jano: ianua es un umbral de doble circulación donde se solía comerciar: es posible pensar la puerta ianua no solo como un lugar que conduce a otro sitio sino también como un ámbito que puede ser recorrido.
Jano -ianua- entre los romanos era el dios de las puertas. Jano era el comienzo y el fin. Era el dios de las dos caras. Jano era el primer mes del año: era la puerta del año. En inglés es january, que pasó de ianuari a janeiro y en castellano de janeiro a janero, y después se convirtió en enero. También Jano se asoció con la primera parte de la vida, con la infancia: enero es el primer mes, la infancia es la primera parte de la vida. Así enero es un niño y octubre es la última parte del año, la parte final de la vida, la que espera la muerte.
Según la mitología griega, los seres humanos fueron creados originalmente con cuatro brazos, cuatro piernas y una cabeza con dos caras. Zeus los dividió y condenó a pasar la vida buscando su otra mitad. En la mitología romana existe un dios con dos rostros sin equivalente en la griega: Jano. El Dios de las puertas, el Dios de los comienzos y los finales, el Dios que puede ver el pasado y el futuro. Y que puede hacerlo en un mismo tiempo. Ese dios de dos cabezas para los romanos quizás simplemente fue un mortal para los griegos que Zeus no alcanzó a dividir.
La leyenda dice también que los romanos era un pueblo de hombres solitarios que les robaron las mujeres a sus vecinos, los sabinos, y que cuando los sabinos intentaron recuperarlas, Jano, el Dios amigo de los romanos, hizo brotar aguas hirvientes sobre los sabinos, repeliéndolos. Hubo agua hirviendo para aquellos que buscaban recuperar a las mujeres, y alegría para los captores de esas mismas mujeres. Ese fue Jano, un Dios de dos caras.
Agradecidos, los romanos desde entonces lo invocaron al comenzar una nueva guerra, y mientras durara la contienda, las puertas del templo dedicado a Jano permanecían siempre abiertas: no debían estar cerradas porque en cualquier momento la ciudad podía necesitar la protección de su Dios. Cuando Roma estaba en paz, las puertas se cerraban. En la antigua Escandinavia, los exiliados se llevaban las puertas de su casa: en algunos casos las arrojaban al mar y saltaban encima, en otras las seguían en sus botes y en la costa donde encallaban las puertas, ahí edificaban sus casas. Así dicen que se fundó la ciudad Reykjavic, la capital de Islandia, en el año 874. Por eso, también, existe la creencia de que la palabra puerta viene de la expresión latina portare (portar, llevar) dado que cuando los romanos establecían un lugar para fundar una nueva ciudad, hacían un trazado perimetral con un arado, siguiendo una ceremonia de origen etrusco y arrojaban la tierra que portaban desde sus hogares. Estos surcos de arado, que ya tenían una entidad legal de inviolabilidad según lo supo Remo al derramar su sangre, señalaban el espacio donde se emplazaría lo que se llamó puerta.
El ritual etrusco de la delimitación consistía en la excavación de un pozo (mundus) al que se arrojaba un puñado de la tierra originaria de los colonos. Rómulo trazó el surco (sulcus primigenium) con un arado de madera de olmo, tilo y haya tirados por una vaca blanca y un buey negro. Rómulo vestía una toga que cubría la cabeza, misma toga que luego usaron los sacerdotes del templo de Jano, el templo cuyas puertas se abrían al declararse la guerra. La toga de Rómulo se manchó el día fundacional con tierra y la sangre de su propio hermano, frente a las puertas imaginarias de la nueva ciudad.
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Vuelvo a empezar. En el Pase de Sala nos detuvimos en el pasillo, en el espacio entre dos puertas. Éramos seis. Tres médicos residentes, un rotante y dos médicos de planta permanente. Los carteles que indicaban Aislamiento se repetían en cada habitación y nos impedían entrar y ver a los enfermos. Pero ya tomé este camino, ya hablé de las puertas: estábamos parados ahí, en el pasillo, escuchando lo que hablaba el residente a cargo del paciente en esa habitación y de lo que quiero hablar ahora es de nosotros.
Tradicionalmente, al menos donde trabajo, las puertas de las habitaciones separan, aíslan, protegen, y no solo del contacto, sino también de la mirada. No se puede mirar a través de la madera -nadie pondría su ojo en la cerradura de una puerta que separa la peste de la buena salud- y lo que sucede detrás está oculto, vedado, prohibido. Para verlo uno debe entrar como se debe entrar en el umbral de otro mundo.
Lo que sucedió, en ese pase de sala, fue el cambio: se había colocado una ventana superior en cada una de las puertas y eso nos permitía ver al enfermo. Y a éste vernos. Tuvimos acceso visual al otro lado: una gran cerradura, un portal para saber. Pero, ¿para saber qué? ¿Saber qué le pasa a quién? ¿A ellos? ¿A nosotros? ¿Eso es la humanización? ¿Una forma de decirnos mutuamente que todavía estamos acá?, del otro lado, y que todavía podemos mirarnos a pesar del aislamiento.
Paciente masculino de 80 años. Motivo de consulta…. miré al médico que hablaba en el pase dándole la espalda a la puerta cerrada y formulé una hipótesis ante el evidente disgusto -brazos en jarra, diciendo sin palabras: que nadie se me acerque- en su postura personal: a las jóvenes generaciones de residentes no les gustan los pases de sala. A ellos, que parecen conocer todas las puertas, no les gusta abrirlas. También formulé respuestas de inmediato: será porque uno entra en la intimidad que crearon con sus pacientes, será porque ahora hay otras formas de comunicarse con los pacientes, será porque, así como cada vez más preferimos los mensajes de texto a la voz de una llamada telefónica, también preferimos contar un paciente sin estar frente a él: de ese modo podemos decir lo que queramos y sin que haya consecuencias sobre ambos. Porque hay siempre consecuencias en el contacto personal de un pase de sala. John Berger usa este ejemplo en su libro Modos de Ver: de un lado muestra un cuadro, al dar vuelta la página está la misma imagen del cuadro y debajo una leyenda que dice: esto fue lo último que pintó Vincent Van Gogh antes de suicidarse. El texto ha cambiado la imagen para siempre. Del mismo modo, en los pases de sala, frente al enfermo se dicen palabras codificadas y se omiten otras. De esta manera, una lesión en la piel pasa de ser inofensiva a tener mal pronóstico cuando, en el pasillo, al salir de la habitación y cerrar la puerta, el residente agregue que el paciente tiene inmunocompromiso por HIV, enfermedad de un antiguo estigma social.
Nuestro lenguaje médico, tan exquisito, tan codificado, es una puerta. Quizá la puerta de entrada más importante al saber científico. En el lenguaje del pase de sala se abre esa puerta y el espacio se llena de símbolos. Las palabras son claves: los pacientes pueden sufrir más por la imagen de su enfermedad que por la propia enfermedad. Por eso debemos cuidar lo que decimos delante del paciente.
Susan Sontag se sostiene en el umbral de la pesada puerta que abre la palabra cáncer: la fuerza de esta palabra, dice, en muchos casos acelera el proceso de muerte más que la propia enfermedad. No por la palabra en sí sino por el discurso que la rodea: el ocultamiento, el temor, las interpretaciones de su origen, el futuro incierto. Alrededor del cáncer y sus complicaciones se crean metáforas nocivas: enfermedad maligna, enfermedad mortal, agresiva, lamentable, torturante, incurable. Las puertas que abren ciertas enfermedades no dañan solo en el cuerpo, dañan por las palabras que no sabemos cuidar frente a los pacientes.
El poder está en la palabra, y también está en los gestos. Sabemos que ante la cama del enfermo no se deben preguntar cosas que pongan en duda la practicidad del médico a cargo: no se debe cuestionar su anamnesis ni los medios complementarios que ha solicitado; si se habla, se lo hace en voz baja; se deben silenciar los teléfonos -no todos lo hacen- y, aun así, aunque repetimos que se debe utilizar un lenguaje lo más codificado posible, las palabras médicas ya son parte del hablar cotidiano: por eso se deben usar palabras que no preocupen al paciente. A ellos hay que ahorrarle temores, miedos. Además, son pocas las habitaciones donde hay un solo paciente. ¿Qué dicen, cuando cerramos la puerta al salir, los compañeros de sala, o los otros familiares, sobre esas enfermedades raras que tienen nombres tan contagiosos como la peste? ¿Cómo se miran los compañeros de habitación cuando cerramos la puerta? ¿Hay hermandad? ¿Empatía? ¿Humana envidia del que va morir para con el que parece destinado a sanar? Todo eso debe estar cuidado en nuestro lenguaje. Quizás más. O quizás menos. A veces hay que evitar simplemente la tristeza; a veces la esperanza; otras, la total apatía.
Que lo oculto sea más atractivo que lo rutinario no es casual. Cuántos amores se juegan en lo que no se conocen y se pierden después, en el compartir. Lo que se expone, agota. Por eso la exposición del médico ante la enfermedad atenta con separarlo de sus enfermos; la dolencia se vuelve ajena, necesariamente ajena. La empatía se pierde; la piedad, anestesia. Berger afirma que el número de casos tratados es de por sí un obstáculo para que el médico puede identificarse con ningún paciente en concreto; para que pueda identificarse con cualquier tipo de dolor que no sea el propio.
El caso en aislamiento presentado por el residente era un paciente con tuberculosis miliar. Enfermedad bacilífera, también melancólica y húmeda: en la concepción original de la tuberculosis los pulmones se mojaban y había que viajar a lugares altos para secarlos. A la montaña, o al desierto, pero más que nada había que viajar. De ahí su semejanza en origen con la melancolía, que tenía similar tratamiento: el movimiento. A la tuberculosis solo se le prescribió la quietud cuando se convirtió en enfermedad bacilífera, es decir, infecciosa y contagiosa. Entonces se dejó de indicar viajes y se confinó a los enfermos: se los mandó a sanatorios con reglas y normas estrictas que solo se aplicaban detrás de las puertas. También se los condenó a estar asociados a la literatura. Y a la moda. No hay novela del siglo XIX que no hable de la tuberculosis, no hay nada en la moda actual de la belleza representada por la mujer pálida y delgada que no recuerde a la enfermedad de la tisis, tan sensual y misteriosa ella, con su sentencia de muerte en la era previa a los antibióticos.
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En cada pase de sala, un médico residente nos cuenta una historia. Contar la historia de una persona no es fácil. Tampoco complicado. Solo se necesita saber que hay reglas, que tiene que haber un sentido, que la historia se cierre y sea entendible. Cada paciente tiene su vida previa -antecedentes- su épica actual -la enfermedad a través de la anamnesis y el examen físico- y su desenlace: agrupación sindrómica, diagnóstico, plan terapéutico. Este paciente con tuberculosis es un paciente a destiempo, poco novedoso. Ni siquiera debería estar internado. Como un paciente con sífilis, como Mozart muerto de triquinosis, ambos pertenecen a enfermedades que en otro tiempo -en la era pre antibiótica- marcaron la historia, la cultura, la literatura de la humanidad.
Pero, así como las enfermedades generan literatura también hay muchas puertas e infinidad de metáforas con las puertas en la literatura. En Barba Azul la joven esposa puede abrir casi todas las innumerables puertas del castillo de su marido excepto una y, por supuesto, desobedece: ahí encuentra los cadáveres de las seis jóvenes que la precedieron. Otras veces la puerta puede estar camuflada, como en Alí Babá y los cuarenta ladrones donde hay que encontrar la palabra justa para abrirla. Kafka escribe en Ante la ley la historia de un hombre que pasa la vida preguntándole al guardián cuál es la puerta correcta que debe atravesar. El guardián no le contesta que es esa, la que tiene enfrente, la única que tiene siempre al alcance y siempre vedada. Hay un hotel viejo y una puerta condenada que separa dos habitaciones a través de la que llora un niño en un cuento de Cortázar. En la novela El lugar, de Mario Levrero los lectores corremos a través de una sucesión de puertas y habitaciones simétricas que se abren: adentro hay una playa, un campo, el borde de la selva, y al final de cada nuevo espacio hay otra puerta. Lacan se pregunta si, en una muralla que diese la vuelta al mundo, se abre una puerta, adónde estaría el adentro y adónde el afuera.
Hay finalmente una puerta que siempre nos dará miedo: la puerta del cuarto de juegos de los niños en La sabana, un cuento de Ray Bradbury donde los chicos pueden hacer que su cuarto sea lo que ellos imaginen, incluso pueden imaginar una selva llena de leones que se devorarán a sus padres cuando entren a buscarlos: los niños (Peter y Wendy) juegan en un cuarto especial: en él pueden proyectar todo lo que imaginan. Lo llaman el cuarto de juegos y es perfecto. Hasta que sus padres les niegan un viaje en la vida real que ellos desean mucho y el cuarto de juegos se convierte en una pradera africana llena de leones. El padre amenaza desconectar el cuarto, los niños lloran y piden jugar una última vez. Lo hacen, pero también les piden a sus padres que entren, y cuándo estos entran, los niños salen de la habitación y cierran la puerta. Los padres quedan solos, en la pradera, con los leones imaginarios. Los leones están hambrientos y les conocen el olor: los niños han dejado una cartera de la madre, un pañuelo del padre para que los leones sepan a quién cazar. Los padres gritan, pero la puerta ya no se abrirá para ellos.
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Vuelvo al pase de sala. Es un día común. Como tantos otros. En la siguiente habitación sí podemos entrar. En esa habitación, una paciente es despojada de su pudor para exhibirnos la erisipela en su miembro inferior derecho que no tuvo buena respuesta al tratamiento con antibióticos por vía oral y de forma ambulatoria.
Las puertas en los pases de sala suelen parecer fáciles de abrir. No pensamos que haya dificultad en hacerlo. Es una mera acción mecánica pero que implica, sí, pequeños rituales de buena práctica: se tiene que haber anunciado previamente la visita, y también se invita a salir al familiar acompañante. Por esa segunda instancia -la salida de los familiares- no siempre los médicos somos bien recibidos. Aunque la mayoría de las veces sí, y las excepciones vienen sobre todo porque los pacientes -o sus familiares- han entendido que no siempre la visita tiene que ver solo con su curación, si no con nuestro aprendizaje. Aprendemos con ellos, por ellos, para ellos. Pero a veces también las puertas son difíciles de franquear para nosotros: a veces hay que dar malas noticias, reconocer que no se llegó a un diagnóstico, aceptar que suceden esas complicaciones de bajo porcentaje que cuando suceden son un mundo: el 1 por ciento en nuestra estadística es el 100 para el paciente a quién le explicamos su enfermedad. A veces, también, lo sabemos, simplemente se entra a una habitación para acompañar la tristeza de un diagnóstico adverso, o para confirmar una muerte.
Stefan Zweig escribe sobre Montaigne que todo público es un espejo; que todo hombre presenta otro rostro cuando se siente observado. Lo mismo aplica para los pacientes, para cada rostro que vemos en los pases de sala. A veces los vemos una sola vez en la vida. Una vez, una persona, un paciente, un espejo. Son otros para nosotros, no son quienes son, son lo que sus enfermedades los hacen ser.
Entonces, ¿qué es lo que vemos cuando entramos a una sala, a una habitación? No lo sé. No sé qué vemos, pero sé qué deberíamos ver: todo. Porque en ese mirar, en ese estar presentes justificamos la raíz de la profesión. Una de las formas más primitivas de nombrar al médico fue llamarlo therapeuo. Therapeuo significa cuidar, atender, aliviar, pero también vigilar, ver. Si recordamos esa historia de la humanidad, la población que predominaba era la esclava. ¿era el médico -el terapista- un esclavo? No, porque se asocia a su cuidado con el acto de ver y actuar (el siervo, el sirviente, que tiene en su raíz el ver, o wer, también podía mirar, pero no disponía del uso de sus manos) en cambio el médico veía para actuar después, no solo para vigilar, ni por el simple hecho de ser testigo presencial de una enfermedad. El médico, el terapeuta, veía el pasado -los antecedentes patológicos-, y también el presente y el futuro. Como el dios romano de las dos caras. Entonces, ¿nuestro oficio es el presagio? ¿La adivinación? Haremos esto para conseguir aquello, decimos. Convencemos al paciente para curarlo, decimos, ya desde el mismo momento en que abrimos la puerta, que sabemos exactamente lo que pasará. Alejandro de Afrodisia define al intelecto con la palabra (el adverbio) thyrathen, esto parece decir que el intelecto se consigue desde la puerta porque thyra significa puerta en griego.
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El pase de sala se termina. Son más las habitaciones donde no entramos que las que sí. Camino a la sala de reuniones se comentan las cosas que no se dijeron. Los silencios de las enfermedades se completan. Es temprano, el resto del día nos espera. Los médicos de planta, más calmos, iremos al consultorio. Los residentes vuelven a las salas. Se cambian para entrar a las salas de aislamiento, para abrir y cerrar con rapidez esas puertas.
El jefe de servicio cuenta que antes en las enormes y frías salas de los grandes hospitales ni siquiera había puertas: se traspasaba el umbral y había seis camas adentro, a veces ocho o más. Las camas eran de hierro, con barrotes en el respaldar y colchones duros. A los pies de la cama había una manija - también de hierro- que se giraba para regular la inclinación del cuerpo. Abajo de los colchones, los entonces médicos residentes dejaban las grandes placas radiográficas; otros métodos complementarios como tomografías eran inusuales y se guardaban en distintos lugares como tesoros. Si acaso había una puerta era la que daba acceso al único baño que compartían esos enfermos. También dice que en las entradas de esas salas había crucifijos. En general, y en distintas culturas, las puertas de los templos religiosos están custodiadas por animales feroces, animales fabulosos y temibles: hay dvarapalas -guerreros- en los templos del Asia, y hay gárgolas en la francesa iglesias de Notre Dame y en casi todas las basílicas; ahora, en nuestras salas, hay dispensadores de alcohol en gel.
Las puertas de acceso en los hospitales suelen tener un gran tamaño. Las que separan módulos deben permitir que el personal médico pueda trabajar sin obstáculos, y deben servir tanto para prevenir accidentes como ajustarse a las características de las áreas donde se colocan: así hay puertas de dos hojas para que las camillas circulen libremente o puertas de una sola hoja si el espacio sólo está centrado en el paso de personas. Algunas puertas deben ser herméticas, otras corredizas; algunas puertas deben ser pivotantes, otras deben tener cerradura y asegurar la intimidad y resguardo de las personas. Por eso la puerta también es más importante de lo que se cree. Tanto en higiene como en aislación. Deben ser resistentes a los productos de limpieza, a niveles altos de humedad, deben impedir que no se formen hongos, no se deben agrietar ni contaminar, en ellas no deben quedar marcas ni ralladuras, los restos de fluidos que las salpiquen deben ser fácilmente borrados, si hay arañazos nada debe ser más sencillo que disimularlos bajo una capa de pintura, o de barniz. Las puertas deben ser fuertes: deben ser resistentes a impactos, rozaduras y estar diseñadas y fabricadas para resistir una alta frecuencia de uso. Deben ser humanas, es decir: con un vidrio que permita ver hacia afuera, que permita entrar la luz del pasillo, y a la vez deben ser los suficientemente íntimas para que nadie vea lo que sucede adentro. En todo centro sanitario, las puertas asumen que bajo su umbral habrá un gran tránsito de personas y materiales (camillas, sillas de ruedas) y también de sueños, esperanzas, tristezas, dolores. Historias, en una palabra. Tanto de quienes buscan atención médica, como también de quienes curan.
Los hospitales -sus puertas cerradas terminado el horario de visitas- fueron el primer lugar que se enfrentó a lo particular de la enfermedad y su curación. Los sanatorios para tuberculosos, los asilos para lunáticos, fueron los primeros que extrajeron a las personas de su familia y las llevaron al médico, es decir, al aislamiento de la sociedad.
Michel Foucault señala que el lugar natural de la enfermedad es la vida, la familia: los cuidados espontáneos, el deseo común de curación, todo entra en complicidad con la naturaleza, el médico de hospital no ve sino enfermedades alteradas; el que atiende en domicilio -el lugar más parecido a donde sucede la vida real del paciente- adquiere en poco tiempo una verdadera experiencia fundada en los fenómenos naturales y su entorno. El hospital inspira desconfianza por ser un lugar cerrado, y porque la despersonalización es real. Voltaire decía que la medicina es el arte de entretener al paciente hasta que la naturaleza lo cure. Quizás eso sea parte del teatro del pase de sala: el entretenimiento, la demostración del acto intelectual, tangible. ¿Será el hospital la sala de juegos del cuento de Bradbury para nuestros pacientes? ¿Lo es su domicilio para nosotros? Todos lugares que se cierran con una puerta, tan real como simbólica.
Conclusión Las puertas, entonces, son formas de contar -o de omitir- una historia. En tiempos antiguos eran los únicos accesos a las ciudades. Tenían nombres propios. Las puertas funcionaban -funcionan- como portales, pero también como metáforas. Se dice que hay una puerta para entrar al cielo, al infierno, y hay otra para alcanzar la percepción, para la sabiduría, para la razón, para el olvido. La medicina necesitó las puertas primero para separar, después para contener epidemias y ahora las necesita para aislar individualidades. Se repite que la primera página de un libro es una puerta a la siguiente página. Y que la siguiente es una puerta a la próxima. Todas las páginas son una puerta y todas las puertas son la misma. Eso dicen. Y lo comparan con las olas del mar. Todas las olas del mar son la misma. Es poético, sí, pero es falso. Cada página es única, también cada ola. Así como cada paciente detrás de la puerta de su habitación, es único, irrepetible, humano, mortal.
Bibliografía Agamben, Giorgio. (2022) Cuando la casa se quema. Adriana Hidalgo Editora. Agamben, Giorgio (2005) Profanaciones. Adriana Hidalgo Editora. Anónimo (2013) Las mil y una noches. Alcalá Grupo Editor. Artières, Philippe. (2015) Clínica de la escritura. Historia de la mirada médica sobre la escritura. Gedisa editorial. Berger, John. (2021) Modos de ver. Editorial Gustavo Gili. Berger John. (2008) Un hombre afortunado. Alfaguara. Bradbury, Ray. (2007) El hombre ilustrado. Minotauro editores. Canguilehm, Georges (2021) Lo normal y lo patológico. Siglo Veintiuno editores. Cortázar, Julio. (1997) Final del juego. Alfaguara. Chevalier, J., y Gheerbrant, A. (2015) Diccionario de los símbolos. Herder. García Avilés, Alejandro (2021) Imágenes encantadas. Los poderes de la imagen en la Edad Media. Sans Soleil Ediciones. Kafka, Franz (1990) Relatos completos. Losada. Levrero, Mario. (2008) El lugar. Random House Mondadori. Martínez, Óscar. (2021) Umbrales. Siruela / Grupal. Sendrail, Marcel. (1983) Historia cultural de la enfermedad. Espasa-Calpe. Solá, María D. (2004) Romana mitología. Gradifco. Sontag, Susan. (1980) La enfermedad y sus metáforas. Muchnik Editores. Zweig, Stefan. (2008) Montaigne. Acantilado.
[1] Especialista en Clínica Médica, staff de la Clínica Pueyrredón de Mar del Plata. Escritor. Socio de la librería El Gran pez. E-mail: squilano@yahoo.com.ar [2] El presente escrito ha sido galardonado con mención de Accésit en convocatoria de Premio "Arturo Alió" - Clínica Médica y Especialidades Médicas, del Centro Médico de Mar del Plata en su edición del año 2023.
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