» 01.01.1900 |
ALGO FINALMENTE MÁGICO
Chilano, Sebastián [1] En 1846 el doctor Ignaz Semmelweis se presentó para trabajar en el pabellón de parturientas del hospital de Viena. Sus colegas le dieron una bienvenida solemne aunque apática, ninguno esperaba que Semmelweis solucionara el principal problema del hospital: el alto número de muertes por fiebre puerperal no podía ser resuelto por ese taciturno hombre soltero, (que en la foto aparece de pie, en el centro, de brazos cruzados) de mirada huidiza, de sintaxis escueta, de voz blanca a pesar de no ser ya un niño. Semmelweis preguntó cuál era la causa de tan alta mortalidad. Sus colegas lo miraron como si hubiera hablado un ignorante: hasta entonces -y desde la época post hipocrática- las infecciones se originaban según la teoría miasmática: el miasma teñía el aire y lo contaminaba para generar, así, la enfermedad.
¿Qué era el miasma? Vapor, partículas, espíritu. Algo finalmente mágico.
El antropólogo escocés James Frazer en su libro La rama dorada publicado en 1890 divide la magia en dos: la homeopática (donde lo semejante influye sobre lo semejante) y la contaminante (donde la magia sucede por contagio, donde las cosas que estuvieron unidas alguna vez siguen influyéndose) Demos algunos ejemplos de magia homeopática: para curar su ictericia el enfermo debe mirar con fijeza los ojos de un tordo u otro pájaro; la cura sucede cuando se logra trasmitir el tinte amarillo de la piel y las mucosas enfermas a los ojos del ave. En el caso de embarazos difíciles, el médico hechicero imita el proceso del parto con una piedra envuelta en una manta puesta alrededor de su vientre: salta, corre, empuja, y con esas acciones y movimientos influye sobre el parto de la mujer. Antiguamente se usaban sapos para curar la erisipela o la culebrilla, porque la piel de este animal se parece a la piel enferma de erisipela. En el caso del sapo sucede algo más que causa alivio al enfermo: el sapo, al ser frotado, libera altas concentraciones de bacitracina, sustancia que tiene cierta potencialidad anestésica. En el otro tipo de magia, la contaminante, tanto los dientes como el pelo, tanto el cordón umbilical, la placenta, la sangre y las secreciones corporales se consideran por siempre unidas al cuerpo de las personas, por eso quienes buscan causar enfermedades usan estas partes separadas del cuerpo con la creencia de que lo que se haga sobre ellas repercutirá sobre el resto del cuerpo. Por ejemplo, calentar gotas de sangre puede producir fiebre. Hay muchos otros ejemplos de magia contaminante: introducir el cordón umbilical en agua o en una bolsa puede hacer que un bebé muera ahogado por asfixia; cortar el pelo de una muñeca o muñeco puede desatar el desenfreno sexual de la mujer o el hombre que representa, aunque, para que esto funcione, los muñecos deben estar impregnados en la sangre o saliva de la persona elegida. Volvemos a Viena. El profesor de medicina forense Jacob Kolletschka le muestra su mano a Ignaz Semmelweis. Un ayudante lo lastimó durante una necropsia. El escalpelo afilado, el pulso inexperto del aprendiz, un error de distancia, todo llevó al pequeño corte en su piel: una línea roja que ya es azul y que Kolletschka muestra, curioso, acaso preocupado por el dolor, para enseñarle a su colega la tétrada inflamatoria y decirle que siente los primeros efectos de una febrícula inocente. Semmelweis lo sabe, la materia muerta ha entrado en el cuerpo de su colega, y esto, tarde o temprano, lo llevará a la muerte por sepsis. Lo que Semmelweis no podrá recordar es cuál es el dedo que se afectó, ni cuál fue el órgano que falló primero, si el pulmón, el hígado, el corazón del forense. Desde principios del siglo XVII, los estudiantes de medicina tuvieron libre acceso a la morgue de sus hospitales donde podían disecar cuerpos muertos mientras esperaban para atender los partos del día. Ignaz Semmelweis, viendo este desplazamiento médico del cadáver a la parturienta, introdujo el lavado de manos con una solución de hipoclorito cálcico para los médicos y estudiantes después de que habían realizado sus autopsias y antes de que fueran a atender un parto y redujo así significativamente la muerte por fiebre puerperal. Pero su teoría no solo no fue aceptada, fue considerada ofensiva: sus colegas siguieron responsabilizando a la uremia, a la presión de los órganos adyacentes, a la contracción uterina, a un trauma emocional, a errores en la alimentación, a escalofríos, a influencias atmosféricas, a una limpieza insuficiente del intestino. Carl Edward Marius Levy, jefe de la maternidad del hospital de Copenhague, consideró una estupidez creer que suficiente materia o vapor pudiera quedar atrapado en las uñas del médico para pasar al cuerpo del paciente y matarlo. Ni que fuéramos chamanes, pensó. La palabra chamán se cree que proviene del ruso, saman, y que tiene nexos con la palabra sánscrita srmana y con la palabra samana (en dialecto indio) que significa hombre inspirado por los espíritus. ¿Cómo se podía llegar a ser chamán? Por herencia, por propia voluntad, por elección de la comunidad; e incluso algunos estudios afirman que los chamanes eran enfermos esquizofrénicos, débiles mentales, o personas que se habían curado de enfermedades graves. Para acompañar el arte de su curación, muchos usaban un tambor llamado tuut, o tungur, que acompasaba los movimientos del chaman en su danza. En el baile del chaman, se estabiliza el orden cósmico; como también lo hace el sol al amanecer; como lo hacen las manos que se higienizan antes de una cirugía. La iniciación del chamán en la magia se hace por muerte física (descuartizándolo en forma imaginaria) y se lo revive con la posterior reconstrucción de su cuerpo. Eso es el chamán, un resurrecto. Un hombre que puede comunicarse con los espíritus, con dioses de otros mundos, del cielo y del infierno, de las enfermedades; el chaman es un sacerdote, un hechicero, un guía de almas en el reino de la muerte, un hacedor de lluvias, un mago, un sanador, un médico. Y todo por haber estado enfermo. O muerto. Aclaración: todo chamán es médico, pero no todo médico es chamán. No todos los médicos pueden manipular de manera consciente espíritus, no todos tienen comunicación directa con dioses o demonios. Quizás sepan entablillar o poner un yeso, pero al mismo tiempo no saben que deben romper la pata de un pollo en el lugar exacto donde se la quebró su paciente, y que, si esa pata sana, la de su paciente también sanará. Ignaz Semmelweis pasó de ayudante a profesor. En 1857 se casó con la señorita María Weidenhoffer. Al momento de celebrar su boda, el profesor Semmelweis tenía 39 años y su esposa María 20. Tuvieron cinco hijos pero ninguno les dio nietos. Unos pocos años después del casamiento, acaso frustrado por la falta de aceptación de su teoría de contagio y lavado de manos, Ignaz comenzó un lento desmoronamiento en su conducta: no aceptó puestos de trabajo relevantes y se relacionó mal con sus colegas, aun con aquellos que lo admiraban; siempre se lo veía taciturno, de malhumor; flaco, melancólico, frecuentaba prostitutas y casas de juego, y hasta comenzó a beber sin reparos ni contemplaciones para calmar una ansiedad que solo él entendía hasta qué punto le consumía su espíritu. Para 1861 su situación empeoró con claros signos de deterioro cognitivo, pero no fue hasta 1865 cuando fue internado en un instituto mental; contra su voluntad, claro. Se dice que intentó escapar y que murió a consecuencia de los golpes recibidos: sepsis a punto de partida de una fractura expuesta. Su esposa no asistió al funeral. Al enterarse de su muerte vendió todas las joyas que en vida le comprara su marido. No quiero ni una piedra que lo recuerde, dijo cuando pidió no poner nombre en la lápida del difunto. Ella murió, sola, en 1910. Dijimos ya que la piedra simula la panza de la embarazada bajo la ropa del chamán, dijimos que el mago puja, y también que el obstetra debe lavarse las manos antes del parto, no lo decimos nosotros, ellos lo hacen: ambos parecen cumplir un mismo ritual antes de iniciar. Los chamanes se valen de amuletos y talismanes. Los talismanes son protectores activos y generan buena suerte: impiden a las enfermedades entrar al cuerpo. Los amuletos son herramientas pasivas y sirven para proteger, por ejemplo: los cazadores llevan collares con dientes de león para protegerse del ataque de aquello que cazan. Los amuletos contra el mal de ojo sirven para protegerse de aquello que se tiene que curar. Para los médicos existen los fármacos, el instrumental, la asepsia. Para los chamanes existe la danza, la imitación, los amuletos, los talismanes. Semmelweis antes de pregonar por el lavado de manos para disminuir la fiebre puerperal sostuvo la hipótesis de la campana: había notado que, en la sala donde un sacerdote hacía sonar una campana, para aliviar a las parturientas, había más muertas que en la otra. El problema, debió pensar, estaba en el uso de la campana como talismán y no como amuleto. Como médico, no conocía el ejemplo de romper la pata de gallo en el lugar exacto donde se quebró la pierna del paciente que debía sanar; como estudioso, debía creer en la causalidad. Joseph Lister nació en 1827, muy cerca de Londres. A los 20 años tenía ya una licenciatura en Arte, amplios conocimientos de botánica y estudiaba medicina; a esa edad, también, padeció de viruela y tuvo su primera depresión. Se graduó a los 25 años y quiso ser cirujano en Edimburgo. Fue discípulo de James Syme y tras cuatro años como su asistente se casó con Agnes, hija de su maestro. Agnes tenía una paciencia asombrosa, una letra clara y una serenidad que le permitía soportar el dolor de escribir durante largas horas. Agnes fue su secretaria, su asistente, y quizá también su único amor; los trabajos publicados por Joseph Lister los escribió ella, de puño y letra: las manos de Agnes ponían en papel las obsesiones de Joseph y también agregaban lo que él quería anotar en los libros que leían juntos: no se conoce la letra de Joseph, solo la de Agnes mientras ella vivió, como único pensamiento de la pareja. Entre tantas ideas recurrentes que le dictaba a Agnes se repite una observación que Joseph hace desde joven: la diferencia entre la evolución de las fracturas simples, cuando la piel queda intacta, y las expuestas, cuando la piel se rompe y aparecen la gangrena y la amputación. La conclusión del matrimonio fue condescendiente con la época y las recientes ideas de Pasteur: había microorganismos que entraban en el cuerpo con la lesión en la piel. Así, Joseph Lister aplicó fenol (Agnes anota que el fenol en aguas sucias evita que el ganado se infecte) para proteger las heridas de un joven atropellado por un carruaje que tiene una fractura expuesta; el vendaje con fenol de Joseph Lister hace efecto y el joven se cura. Esta intervención de Lister agrega un paso más en la asepsia quirúrgica. El matrimonio nunca dejó de estar en movimiento, tampoco la letra de Agnes. No tuvieron hijos, pero sí nombraron plantas en su honor y la Listeria (bacteria que desde el agua contamina alimentos) recuerda el apellido de Joseph. Agnes murió a los 58 años durante un viaje por Italia, en abril de 1893, su marido Joseph tuvo entonces la segunda depresión de su vida y ya no pudo recuperarse. Murió en 1912, a los 84 años. Falta aún una historia en la historia de la magia, las manos y la asepsia. El año es 1899, William Halsted es el cirujano en jefe del hospital Hopkins y acaba de enterarse que va a perder a su asistente favorita, Caroline Hampton. Caroline le dice que va a renunciar y culpa a la terrible dermatitis que afecta desde hace meses sus manos. Caroline le dice que las lesiones en la piel no le permiten ayudarlo sin dolor ni supuraciones, sin riesgo de infectarse. William duda, le pregunta si esa es la verdadera razón. Entendería cualquier otra, pero no puede aceptar que ella renuncie por algo que él puede curar. ¿Qué otra razón habría?, pregunta ella y lo mira a los ojos. Desesperado, William Halsted busca la solución en todos los libros de dermatología, en todos los ungüentos y antisépticos de la época, pero la solución no está ahí, y la encontrará, finalmente, en el producto que en ese momento revoluciona el mundo: el caucho. Es tarde, después de una cirugía prolongada, mientras descansan en una sala húmeda y fría, William Halsted le ruega a Caroline Hampton que le deje tomar un molde de sus manos antes de renunciar. Le ruega que acepte, será el último intento por curarte, jura. Caroline estira las manos con miedo y ve rodear su piel lastimada por lo que pronto será yeso. Qué estoy haciendo, piensa, pero mantiene las manos estiradas por una sola razón: confía ciegamente en William. Confía en que él no le causará ningún mal, confía como confían los amantes en que nadie nunca conocerá el secreto entre ellos dos. William Halsted retira el molde con delicadeza y le dice que la réplica de esas manos viajará pronto hasta el corazón de la industria Goodyear, la industria de los neumáticos. Ahí tomarán un molde de caucho, dice. ¿Y cuánto debemos esperar?, pregunta Caroline. No lo sé, contesta William, y es sincero. Unas semanas más tardes, de la fábrica de neumáticos llega una caja. Vuelven a la sala húmeda y fría. Se miran. Abren la caja y ven, por primera vez, los guantes de látex finos que le permitirán a ella curarse. Caroline Hampton se los prueba. Le quedan bien, ligeramente ajustados. Mueve los dedos y no le causan dolor. Esa misma tarde los usa en una cirugía de urgencia. William le pide una tijera. Caroline se la alcanza. Sus dedos no se rozan, no pueden, no ahora. Se miran. Se sonríen, cómplices, felices. Esa felicidad anticipa el roce futuro, nocturno, amante, anticipa la magia chamán y premonitoria, y quizá, delata, también el amor.
Bibliografía Deville, Patrick. Peste & Cólera. Anagrama Editorial. 2014. Diccionario de música, mitología, magia y religión. Ramón Andrés. Acantilado 2012 Dumézil, Georges. Mito y epopeya. Seix Barral. 1977 Gerste, Ronald D. Sanar el mundo.Taurus. 2021 La rama dorada. Fondo de Cultura Económica. 1974 Latour, Bruno. Pasteur: Guerra y paz de los microbios. Ediciones Isla Desierta. 2022 López Cerezo, José Antonio. El triunfo de la antisepsia. Fondo de Cultura Económica. 2021.
[1] Clínica Pueyrredón de Mar del Plata. Especialista en Clínica Médica. Escritor. Socio de la librería El Gran pez. E-mail: squilano@yahoo.com.ar |